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La sociedad que huía de sí misma

Llevamos quince años malos. En 2007, empezamos a notar los efectos de la crisis del ladrillo que estragos hizo. Incluso antes de la pandemia la sociedad era disfuncional: muchos currantes con salarios justitos atrapados por el boom consumista, en un entorno en el que es imposible ser feliz sin móvil de última generación, sin wifi y sin vacaciones de pago. Millones de personas con un sueldo, antes quizá interesante, pero que ya en 2020 no daba para tener el «nivel de vida» que nos venden como necesario para una mínima felicidad. Ahora con la pandemia, cualquier paga es un lujo para muchos. Eran legión las familias donde trabajan él y ella para mantener una mínima dignidad vital a base de mucho esfuerzo y corta paga, ahora no tienen trabajo ni él ni ella.

Los que siguen empleados tienen una pulsión latente por separarse físicamente de la crisis. Los urbanitas notamos mucho esta infelicidad porque cuando llega el fin de semana, la gente huye en masa. Hay sed de escapada, irse lejos, no importa dónde. Como el perro con correa algo más larga, nos vamos al campo o a la playa y más ahora que hemos estado encerrados tanto tiempo. Llegan los puentes o las vacaciones y se atestan campos, montes, veredas y litorales: todo a tope, todo lleno de personas que huyen de la compañía de otras, pero que terminan encontrando a más personas tan escapando como ellos. Como el ser humano tiene capacidad para idealizar, nos imaginamos una montaña solitaria con un arroyo gentil a su falda, pero al llegar al paraíso el sitio está lleno de domingueros y de basuras en la orilla. Viajamos al norte, anhelando los pastos verdes y tiernos pero topamos con atascos de cientos de miles, huyendo como nosotros.

El amor por el planeta es una consecuencia lógica de la asfixia urbana. Si ganas 1.000 euros y lo tuyo es la bici, nada como esos caminos verdes que sólo tú conoces y amas. Lo entiendo. Queremos huir a esos espacios abiertos y puros como los ojos de un bebé. Siempre existen los que van más lejos y sacralizan todo lo natural, considerando al hombre como el gran mancillador de la diosa natura, madre de todos los bienes. La naturaleza no está a nuestro servicio, eso es muy antiguo, hoy todos debemos adorarla como el único espacio de libertad plena. La religión no decae, sólo se transforma.

Nuestra sociedad se miente a sí misma: el mensaje es que en Occidente ya no hay pobres, sino ciudadanos con derechos a cobrar del Estado. Hemos abolido la pobreza por decreto, pero como eso es imposible, las tensiones son crecientes porque las economías se colapsan con presiones fiscales inasumibles, contra-cíclicas. Como está prohibido ser pobre, muchos se refugian en el mercado negro de la economía sumergida. Hasta ayer, un inmigrante sin papeles podía comprarse una bici y ser «rider«, podía emprender, aunque fuera por un estrecho camino para salir de la miseria a base de pedaladas. Hoy, el Gobierno dice que no pueden ser ni autónomos, tienes obligatoriamente que ser dados de alta, lo que los hará caros para llevar una hamburguesa y el cliente no querrá pagar el sobrecoste. El resultado es más pobreza. Nos engañamos pensando que hemos acabado con ella, cuando existirá siempre, porque cuanto mejor estemos más gente necesitada querrá venir desde los confines de la desesperación.

Con ese sustrato sociológico, no me extraña que haya tantos rebeldes que reniegan del buen gusto diciendo «puto» y «follar». Fuera corbatas y vengan las camisetas negras y los tatuajes, queremos dibujar en ese lienzo de la vida que es la piel. Abunda la ideología extrema como salida en falso a la presión que sentimos por vivir, es otra huida. Mucha libertad en símbolos externos para esconder el miedo a vivir entre muchedumbres despiadadas. Vivimos en la sociedad que huye de sí misma.

Liderazgo en tiempos turbulentos
A los líderes que somos supervivientes de tantas batallas, nos toca entender este sustrato sociológico. Si ganamos 3.500 euros al mes no nos podemos creer que todo el mundo tiene nuestro mismo desahogo o nuestra visión del mundo. Si lideramos equipos que están desgastados y cuyo anhelo es liberarse debemos ser comprensivos con el hecho de que el trabajo no lo es todo para ellos. Nosotros sí podemos entender que la vida es muy dura y que sus niños vienen apretando y pidiendo pista. Vivir es difícil aunque en Instagram sólo pongamos fotos sonrientes. Seamos amables.

Estamos en plena crisis y por eso es tan necesario ser cariñosos con los demás. En nuestras guerras interiores necesitamos aliados, amigos, compañeros que nos ayuden a soportar el peso de vivir en medio de una pandemia tan larga. Un líder puede hacer mucho por su equipo, porque el trabajo no es una condena, sino un espacio para lograr avances extraordinarios, para ser mejores, para crecer como personas. Un espacio de agradecimiento a lo que hemos conseguido. Triunfan los libros sobre cómo lograr la felicidad alcanzando la paz interior; pero llegar a ella es muy difícil porque nos acucian mil urgencias y emociones. El sosiego, el temple y una dirección clara ayudará mucho a nuestro equipo para que al menos su trabajo sea un espacio de cordura.

Somos líderes y, por lo tanto, guías.

 

Carlos González de Escalada Álvarez
Doctor en Ciencias Sociales

 

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