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No seas sieso, sé encantador

Abajo los siesos y arriba los sonrientes. Me gusta la gente encantadora, personas que cuando se acercan te iluminan el día. Están sonrientes y se las ve despreocupadas porque no se toman la vida demasiado en serio. Hablen mucho o hablen poco, a los encantadores no se les cae la sonrisa y están atentos a lo que tú dices, haciéndote sentir inteligente. No escatiman la carcajada oportuna cuando dices algo gracioso, con lo que te sientes hasta ocurrente. Yo creo que a los encantadores les gusta mucho vivir. Al contrario que el sieso educado, el encantador educado ya es de vuelta al ruedo porque además de entrañable es considerado y gentil. Me pregunto: si a todos nos gustan las personas encantadoras, ¿por qué no aprendemos nosotros a serlo? Si hay deportistas que invierten horas de esfuerzo en subir cimas o pedalear por los desiertos, ¿qué mejor reto que esforzarse en ser encantador? Tenemos que conseguirlo.

Para ser encantadores, antes hay que atisbar cuáles son los rasgos de los plusmarquistas del encanto personal. El encantador químicamente puro casi siempre sonríe.  “La vida ríe al que sonríe”, decía mi difunto amigo D. José Luis de Alcaraz Ruiz. Eso es, afrontemos cada día con las comisuras de los labios apuntando hacia arriba, como muro ante los sinsabores. No dejes que el sieso importante te marque el son porque la existencia no son sólo los problemas que te caen. Valemos mucho para que nos borren la sonrisa. Otro rasgo distintivo del encantador es la consideración, es lo que sublima al educado y lo convierte en gentil. Ser considerado es preocuparte del que te habla, agradeciendo de corazón las mercedes que haya tenido contigo. Es pensar antes en los demás que, en uno mismo, es agradar antes que querer ser agradado y admirar sin querer ser admirado. Para el considerado, lo importante en una relación es siempre el otro, nunca uno mismo. Al agrado de la sonrisa y la gentileza, sumemos que el encantador es sociable, sin ser pesado. Como le gustan las personas, se interesa por ellas y conversa. El encantador escucha mucho más que habla y evita el pecado del egocéntrico: interrumpirte a cada frase con sus propias anécdotas. La persona encantadora evita imponerte sus aburridas historias, interrumpiendo las tuyas. El encantador te escucha y se interesa en qué te puede ayudar. El encantador apenas usa “pues yo” o “pues a mí”.

La gentileza es educación considerada. Si una persona sonríe, es gentil y sociable, se desvela al encantador al que todos podemos aspirar. Ignoro si el adusto puede convertirse en encantador, pero por lo menos será más agradable con su prójimo. Ya no se oye mucho lo de ser educado como virtud. En mi infancia, era mucho aprender normas de urbanidad que ser un ordinario. Imagino que hoy a los educados se nos considera sospechosos, hay tantos cafres pululando por la vida pública. No nos puede dar igual un personaje encantador que un grosero gritón, por más que uno sea anónimo y el otro ande por las pantallas de televisión. Las personas, como las marcas, también tienen diferentes calidades. Cómo va a ser lo mismo trabajar para un jefe gentil que con uno gritón, cómo van a tener la misma calidad tu tía encantadora que un famoso silente y engreído. Yo quiero una sociedad más humana y por lo tanto menos bestial. Convencer a los siesos de que además de ejercitarse una hora en el gimnasio, dediquen otra horita al ejercicio de ser encantadores. Tener la misma ilusión por alcanzar la cima de nuestro mejor yo, que por poner la bandera sobre un ochomil. Tanta gente obsesionada por mejorar su cuerpo y tan poca obsesionada por mejorar como personas. La sonrisa, el agrado, la consideración, la educación, la cortesía, escuchar: qué mejor tabla de gimnasia interior para mejorar nuestro mundo. No me vale que seamos amables sólo con el buen cliente o con el poderoso, sino con todos los que nos cruzamos a diario, humildes o encumbrados. Vamos a usar esa frase considerada con el panadero, la dentista y también con el vecino. Vamos a quererlos, haciendo nuestros sus problemillas cotidianos. A los que sean tímidos les costará más, pero hemos de intentarlo. Seamos encantadores y dará gusto vivir en las ciudades, en los pueblos y en los campos. Nos importarán las personas y no sus dineros, veremos lo bueno en ellas más allá de su cargo.

Los tontos importantes en vez de indignación nos provocarán pena.
Ser encantador, ser buena gente, es algo que tendría que enseñarse en primaria: “Chicos, abrid el libro de la asignatura Ser Buena Persona. Vamos a la página tres, con el primer tema: Pedir las cosas por favor con una sonrisa”. Pues si le enseñan a mi hija de dieciséis años textos de filosofía que no hay quién los entienda, también le pueden explicar que su sonrisa vale su peso en oro (y seguro que lo entiende mejor). Queremos una sociedad mejor, pero sin cambiar nosotros. De eso nada, vamos a mirarnos un poquito por dentro y a entender cómo nos perciben los demás. Hay muchos ciegos de los defectos propios que asumen que gozan de una imagen y un prestigio inexistentes a ojos de los mortales. Si miramos en nuestro interior puede que hasta descubramos que somos unos déspotas maleducados. Reparar en las actitudes negativas que infligimos sobre los demás es el primer paso para querer cambiarlas. Cómo vas a cambiar nada si no sabes ni cuáles son tus peores defectos, esos que ignoras porque nadie te los dice. Siesos, engreídos, importantes y maleducados hacen que nuestra sociedad sea despiadada, desagradable, una carrera de ratas. Nosotros nos vamos a rebelar, y los que queramos formar el clan de los conjurados por la amabilidad debemos reconocernos en secreto. Nuestra utopía es llegar a ser encantadores de manual. Propongo que nos toquemos el lóbulo de la oreja izquierda cuando estemos en una reunión con un cafre; así nos reconoceremos entre nosotros. Los irreductibles del encanto personal creceremos como la espuma, claro que sí. Luego a la salida, nos vamos de cañas y nos partimos de risa por esos aires que se da la gente.

Carlos González de Escalada Álvarez
Doctor en Ciencias Sociales

 

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